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Capítulo 1 Ardiel

De nuevo, un anochecer más, debía entrenar con padre. El ruido del choque de las espadas resonaba en la fría roca del castillo, ahora, casi toda blanca por la nieve. Me costaba concentrarme, entre las lanzadas de padre, el frío, la resbaladiza roca y la fija y atenta mirada de Yortons.

-Alza bien la espada- Decía padre casi a gritos, mientras me atacaba por los laterales con Hoja Negra- Esa defensa más alta sangre de mi sangre-
-Si padre-
- ¿Qué?- En un rápido movimiento de manos, logro alcanzarme con la empuñadura de su espada en mi ojo derecho- ¿Acaso te he preguntado?-
-No padre- respondí rápido y sin titubear, aunque me escocía el ojo y podía notar, como por la mejilla corría la sangre.

Padre limpio a Hoja Negra con su capa de terciopelo oscuro. Hoja negra, un mandoble a dos manos, es la espada de los monarcas del reino. Su empuñadura y la hoja era de Titanio Real, y la guarnición, era la figura de un aritmet y un drokon combatiendo formando un guardamanos plateado. El pomo, con forma de círculo perfecto era negro, como la hoja y parecía tener un dibujo, aunque pocas veces era visible, solo cuando padre estaba enfadado. Yo seguía de pie, espada en mano, mi hoja Temple Gris, era una espada corta, plateada y adaptada para ser usada a dos manos, el maestro herrero Digleons, me repetía siempre: “Acostúmbrate a las espadas a dos manos bicho feo, algún día, deberás empuñar a Hoja Negra y no querrás que se te caiga y desatar la furia de las mil legiones ¿no?” después se reía durante un buen rato, incluso una vez, fue a mear y al volver, aún se reía a carcajadas.

-¿A qué esperas Ardiel?- Salí rápidamente de mis pensamientos, por mi bien – Envaina tu espada, hemos acabado por hoy.
-Sí, padre- Guardé a Temple Gris en su vaina. Por momentos mi dolor aumentaba y veía menos, con mi ojo herido, el escozor, empezaba a ser insoportable. No pude soportarlo, me agache, recogí algo de nieve y me la puse encima del ojo, a lo que padre, arqueó la ceja y Yortons, comenzó a reírse. Sabía perfectamente que era motivo de castigo lo que estaba haciendo pero, se había vuelto inaguantable.

Note los guantes de piel de padre en mi mentón, alzando mi cabeza lentamente. Estaba serio, pero no enojado.

-Una carcajada más Yortons y te juro que te devorarán los perros durante cien años- Mencionó pesadamente, palabra a palabra, a lo que Yortons se calló de inmediato y agacho el hocico.
-Con su venia, mi señor, iré a buscar ayuda para su hijo y comenzaremos con los últimos detalles-
-Mi hijo está bien, no necesita ayuda, ves a encargarte de eso.

Enojado y avergonzado, Yortons abandonó la terraza sin mirar atrás pero, claramente, con el orgullo de guerrero herido.

-Déjame ver ese ojo Ardiel- dijo padre, mientras se deshacía de los guantes.

Quité la mano de la cara, llevándome la poca nieve que quedaba, la que no se había derretido, aunque en ella se quedo mi sangre, manchando la manga de mi chaqueta. Con delicadeza, sopló y examinó mi ojo de cabo a rabo.

-No es nada, se te curará rápido, ya lo verás- Me miró atentamente, como buscando algo, en mi mirada o en mi cara- Debes ser fuerte, pase lo que pase, eres Ardiel, heredero de nuestro imperio y espero, que el próximo rey de todo el norte-

Jamás padre me había hablado así. Algo raro ocurría. Su rostro temblaba, su mentón se movía descontrolado arriba y abajo y sus ojos se llenaban… de lágrimas con las que luchaba para que no salieran.
-¿Qué ocurre padre?-

Me abrazó fuertemente, apretándome contra su pecho, acariciándome con la mano el pelo de la cabeza.

-Perdóname hijo mío, por lo que te voy a hacer pero, es tu destino, cuando estés preparado, cuando me odies y desprecies, cuando el odio sea parte de ti y te impulse día a día a sobrevivir en este mundo, aquí estaré para que acabes conmigo y… reclames tu lugar como rey. Eres mi hijo Ardiel, nunca lo olvides-
-¿Padre? ¿Qué pasa? ¿Qué estás diciendo? Jamás haría algo así, eres mi papa- El miedo, comenzaba a hondar en mí y notaba como mis ojos se mojaban rápidamente.

Acto seguido, me aparto de él, se levanto, dándome la espalda y sin mirar atrás, alzo su mano. De repente sin saber ni cómo ni por qué, me habían agarrado por detrás y a la fuerza me habían colocado algo en la cabeza que no me dejaba ver, me ataban con dureza los pies, las manos y por último, el cuello. Aunque grité y grité, nadie respondió, ni padre me ayudo. Solo mencionó dos tristes palabras antes de que me golpearan y me dejarán sin sentido.

-Adiós, Ardiel.